Demostrar que valemos, sin perderse en el intento.
Han sido semanas, qué digo, un par de años muy cansados. Ha habido un par de personas bien intencionadas que me han preguntado qué es lo que quiero demostrar con este ritmo de vida que llevo, que claramente ha tenido un impacto —no del todo positivo— en mi salud mental.
Para nosotros, los extranjeros, demostrar que valemos la pena, que merecemos el empleo y que contamos con el conocimiento necesario y las capacidades para cumplir con nuestro trabajo no es solo una necesidad, sino un salvavidas. No dejamos el país en el que nacimos por capricho; en algunos casos, como el mío, fue para tener acceso a herramientas que garanticen nuestra calidad de vida.
Vivir solamente para mí nunca ha sido una opción, y a medida que pasa el tiempo viviendo con una condición crónica, las cosas se complican hasta el punto en que, en algunos de nuestros países, podría llegar a ser imposible. Definitivamente me leo estúpidamente privilegiada, y es ese mismo privilegio el que me anima a trabajar en lo que hago todos los días.
De pronto, la vida con diabetes tipo 1 se convierte en un debate constante entre la vida y la muerte, y no importa la nacionalidad ni el país en el que te encuentres.
La semana pasada, luego de un día agotador, me sentí tremendamente cansada y decidí acostarme solo un par de minutos después de mi jornada laboral. Pensé, antes de ir al gimnasio, hacer la tarea y revisar lo que la vida necesita revisar: unos minutos, pensé.
Para mi sorpresa, dormí muy profundamente —efectivamente, solo un par de minutos. Normalmente no sueño. Cuando lo hago es porque estoy tan cansada que mi cuerpo inventa historias para seguir activo. Esta vez no soñé demasiado, pero alguien tiró de mi cabello tan, pero tan fuerte en el sueño, que desperté molesta. Para mi segunda sorpresa, desperté sintiendo mi cuerpo extremadamente débil y me costó trabajo abrir los ojos. Cuando miré mi teléfono, pude darme cuenta de que mi glucosa en sangre había estado en rangos peligrosamente bajos por casi dos horas. Desperté empapada en sudor. Me costó más trabajo de lo habitual moverme para alcanzar algo que me ayudara. Mi esposo, al entrar a la casa, vio lo que pasaba y se encargó de ayudarme de la mejor forma que pudo. Yo, honestamente, no me acuerdo de todo eso.
Al cabo de unos minutos, dije en voz alta: “Uf, casi me muero”, y seguí como si no hubiera pasado absolutamente nada. Abrí mi computadora, revisé mi correo, terminé un par de pendientes, me dirigí a la cocina para empezar a preparar la cena. Sin quejarme ni decir nada, me serví un café y guardé los zapatos que me había quitado antes de acostarme.
Al día siguiente me levanté a la misma hora de siempre, para seguir la misma rutina. De pronto, me inundó el enojo y la frustración. ¿En qué momento hemos normalizado estar cerca de la muerte? Me di cuenta de que estaba atravesando un duelo interesante, uno que jamás había tenido: ese que se sufre cuando pierdes el miedo a la muerte y la normalizas; ese que no desaparece, que está ahí, dormido pero presente, ese del que nunca hablamos. Ese que, quien no ha tenido una hipoglucemia, no va a entender nunca —un poco por nuestra propia culpa.
Porque creemos que es normal, que así es la vida y que, quizá, un día pase... o tal vez no. Ese duelo para el que nadie te da un día libre, y que ni siquiera tú mismo te otorgas.
¿En qué momento pensamos que esto es normal? Ese privilegio duele al mismo tiempo que el duelo. Es casi como cuando extrañas el país del que vienes pero no te quejas, porque te das cuenta de que tienes que demostrar, a pesar de todo, que vales la pena.